domingo, 12 de octubre de 2008

Siglo XIX Cambalache

Santa Cruz es una ciudad colonial con plaza principal y ocho cuadras alrededor. Viven unas 15.000 personas, la mitad son españoles o descendientes, el resto son mestizos, criollos, cholos (mestizos urbanos), indios y negros, unos dos centenares. Los cruceños son racialmente homogéneos y los descendientes de los españoles dominan todas las capas sociales desde las pobres hasta las ricas. Incluso en el departamento (las otras dos ciudades son Samaipata y Vallegrande), los indígenas, guaraníes en su mayoría, son tan solo la mitad de la población, a diferencia del resto del país.Santa Cruz vive en una solidaridad patriarcal donde la propiedad privada de la tierra no existe. Sus hacendados gozan de las tierras sin derecho a compra y venta, siendo sus propietarios mientras pasta su ganado o madura la cosecha.Los cruceños tienen el índice de alfabetización más grande de Bolivia (uno de cada tres niños iba a la escuela, en La Paz, uno de cada 68) y tienen varios periódicos locales. Gran parte de la población (30 por ciento) está formada por artesanos, que se hacen llamar los "sin chaqueta" y ya tienen derechos como votantes. Santa Cruz, alejada del centro político, se dedica a proveer de azúcar, charque y arroz al interior. Los cruceños son, como decía René Moreno, "hermosos como el sol, pobres como la luna". Corre el año 1876 y todo está a punto de cambiar para siempre.El incremento de los intercambios comerciales y la victoria del libre mercado (es decir, la llegada del capitalismo librecambista) va a provocar graves cataclismos sociales en la lejana Santa Cruz. El auge económico causa la llegada a la ciudad de habitantes del altiplano y de pueblos guaraníes. La lucha de clases, eliminada la "fraternidad provincial", estalla entre la elite local (ganaderos y dueños de ingenios azucareros que abren mercados para el comercio exterior y quieren conservar sus privilegios en el cabildo) y la plebe (artesanos y obreros).Y ahí, en medio de este panorama novedoso, de crisis, de malestar popular, cuando no ha muerto lo viejo (la sociedad tradicional) y no ha nacido lo nuevo, está parado nuestro personaje, nuestro mártir, Andrés Ibáñez. No sabe todavía que sus sueños de igualdad y justicia social lo van a llevar prematuramente a la muerte, a sus 33 años, fusilado cerca de la frontera con Brasil en un pueblito llamado San Diego, junto a tres de sus compañeros Francisco Javier Tueros, Manuel María Prado y Manuel Valverde.Ibáñez muere féliz, si cabe semejante dicha. y le dice a un Tueros arrepentido: "sí, coronel Tueros, por cierto que ésta es la mayor felicidad con que la omnipresencia nos va dotando como premio a nuestro iniciado tema, por cuya brillante lumbrera la posteridad nos someterá al calendario inmortal, adios, adios".